Por Pedro Zarrageta
En el reino animal el instinto maternal de las hembras es
algo consustancial al hecho de ser hembra. Es un hecho innegable en todas las
especies. Gracias a ese instinto la raza continúa y se propaga. Sin ese
instinto cualquier especie animal se extinguiría. Es cierto que en algunas
especies no es necesaria esta protección maternal. Por ejemplo las tortugas.
Nacen solas de los huevos depositados por si madre en la arena, corren al mar y
allí tratan de sobrevivir por ellas mismas. Si la especie continua es por la
gran puesta de huevas que pone la tortuga hembra ya que la inmensa mayoría morirán
antes de llegar al estado adulto. Eso no quiere decir que la tortuga hembra no
tenga ese instinto maternal. Todo lo contrario, ya que a pesar de los peligros
que para ella suponga, sale a la arena, hace un gran agujero en ella, pone los
huevos en diversas oleadas y los tapa y borra sus huellas para que los posibles
depredadores no sepan de la puesta de huevos. Hay especies de tortugas donde
esa tortuga madre, una vez hecha la apuesta en la arena, se queda de guardia en
las proximidades para evitar que algún depredador desentierre los huevos para comérselo.
Una vez reconocido este instinto maternal de las hembras en
el mundo animal, nos preguntamos, ¿y qué ocurre con la especie humana? Pues
exactamente lo mismo. Las mujeres también poseen ese instinto de protección
maternal gracias al cual la raza humana se reproduce, crece, se multiplica y se
extiende.
Pero llegados hasta aquí surge otra pregunta ¿no son
necesarios dos para reproducirse? ¿dónde está la otra figura? La otra figura es
el padre. Y resulta que en esta función de la reproducción en el reino animal
no se sabe nada de él. Al parecer en algún momento hubo un macho que conectó
con la hembra y luego..., ya no se sabe más. Claro que aquí también hay
excepciones. Los pájaros que atienden en pareja a la nidada, los pingüinos, y
pocos más. Y de los pájaros, en muchas especies, una vez ha salido adelante la
nidada, cada cual, padre y madre, por su lado. Es también cierto que algunos de
estos que van por su lado, a la temporada siguiente se buscan y si se
encuentran vuelven a tener otra nidada compartida. Pero no siempre es así.
En la especie humana hay de todo. Desde los machos que acompañan
a la hembra de por vida, los que la acompañan durante un rato, y los que se
aparean y desparecen. Me inclino a pensar que la especie humana es básicamente de
este último grupo. Que cuando existe ese acompañamiento del macho a la hembra
durante toda la vida es por cultura. Cultura producida inicialmente por la
necesidad de la protección social de unos seres a otros en un mundo primigenio
y peligroso, donde los seres humanos eran pocos, vivían en grupos muy pequeños,
pocos años y en un mundo muy amenazador y expuesto. Tan peligroso que por eso vivían
pocos años.
En esa cultura inicial, esa realidad del emparejamiento de
por vida pasa al ideario de la especie, y de ahí se incorpora en las religiones
que van surgiendo. Y a través de las religiones llega hasta nuestros días en
forma de cultura, a pesar que casi todas las sociedades admiten el no
emparejamiento de por vida mediante el reconocimiento de las separaciones,
divorcios y repudios.
¿Y por qué se produce ese reconocimiento de las
separaciones, divorcios, repudios, abandonos,...? Porque el macho humano al
igual que en la mayoría de las especies animales no tiene ese sentimiento
maternal, aquí diríamos paternal, por las crías. Para el humano las crías son
una consecuencia de su relación con la hembra y ahí se termina la historia. Ya
sé que mucha personas que lean esto (sé que tengo muchos seguidores) no estarán
de acuerdo con ello. Claro que no! Porque existe por encima de las
inclinaciones de la naturaleza, la cultura interiorizada de muchos miles de
años (y el amor). Y esa cultura nos hace tener y desarrollar también el
instinto paternal. Pero, ojo!, no es un instinto básico sino desarrollado.
Sé hombre culto y no animal de instintos!