Mª del Pilar Castro Blanco
X. Jornadas Hartu-Emanak
La autonomía personal y la dependencia
en el proceso del
envejecimiento
Cuando hablamos de la soledad, lo primero que viene a la
cabeza de muchas personas es la idea de estar solo o sola, de no tener a
nadie al lado. La soledad entendida así es una realidad de dos caras, una
positiva y otra negativa. Por un lado, todas las personas pasamos tiempo a solas
todos los días, e incluso en ocasiones la buscamos cuando necesitamos pensar o
queremos descansar; de esta forma, la soledad es muchas veces una experiencia
que nos resulta agradable e incluso deseable. Por otro lado, también es cierto
que hay circunstancias y momentos en los que, precisamente la falta de
compañía, nos causa tristeza y malestar.
Sin embargo, hay otra forma de entender la soledad, no como
estar, sino como sentir. Puede gustarnos más o menos estar solos o solas
pero a nadie le gusta sentirse solo; el sentimiento de soledad es siempre una
experiencia desagradable, incómoda y dolorosa que, curiosamente, puede darse
incluso cuando estamos en compañía.
Por ello, para comprender y afrontar la soledad es
importante que caigamos en la cuenta de que el verdadero problema no es tanto
que las personas estemos solas, ya que esta vivencia puede resultarnos
incluso positiva, sino que nos sintamos solas, independientemente de que tengamos o no
compañía.
Por lo
tanto, si es posible sentirse bien sin tener a nadie al lado y sentirse solo
estando acompañado, cabe preguntarse ¿de qué depende que en una situación
determinada sintamos o no soledad? La investigación realizada por la
psicología en los últimos 40 años nos ha indicado que hay muchos factores que
pueden influir y que tres son los más importantes:
·
Nuestros deseos y necesidades de relación. Cuando las personas
queremos estar solas y lo conseguimos no nos sentimos mal; el sentimiento de
soledad aparece cuando querríamos estar con otras y no lo logramos o no tenemos
con quién estar. Por ejemplo, no es lo mismo quedarnos un día de casa porque
nos apetece que porque no tenemos con quien salir, ni vivir en soledad porque
lo hemos decidido que obligados por las circunstancias. Dicho de otra forma,
cuando vivimos una soledad impuesta la sentimos con mucha más intensidad que cuando
nuestra soledad es buscada. No es malo estar solo; lo malo es estarlo y no
desearlo.
·
La calidad de nuestras relaciones. Estar junto a otras personas
no nos protege automáticamente contra el sentimiento de soledad, ya que éste no
depende sólo del número de relaciones que tengamos sino también, y en mayor
medida, de la calidad de esas relaciones. Por ello, no nos sirve de mucho tener
compañía si no tenemos confianza suficiente como para poder expresar nuestras
opiniones y preocupaciones, si sentimos que se nos rechaza, si no se nos
escucha o se nos valora, si la relación no es como querríamos, si no
congeniamos…. De hecho, el sentimiento de soledad más duro es el que se produce
estando en compañía, ya que parece caprichoso y sin causa para las personas que
están alrededor, e incluso para uno mismo. A veces nos cuesta entender que en
la ciudad, con tanta gente alrededor, podamos sentirnos más solas que en una
pueblo de pocos habitantes, que una persona casada se queje de soledad, o que
una anciana nos diga que se siente
más sola en la residencia que cuando vivía sin compañía en su piso de toda la
vida; la clave está en la calidad de las relaciones.
·
Duración de la
soledad. Es más, mucho más, fácil disfrutar de una situación
de soledad cuando sabemos que es algo pasajero y que tras un tiempo volveremos
a tener compañía, que cuando presumimos que nuestra soledad será duradera. No
es lo mismo, estar solo en casa porque el resto de la familia ha salido unos
días de viaje, que porque hemos enviudado y no tenemos hijos. No es lo mismo “tener
un rato de soledad que soledad para rato”, como señalan Medina y Cembranos
(1996): un rato de soledad puede resultarnos agradable mientras que la que se
mantiene en el tiempo tiende a producir sentimientos más intensos.
Estos tres factores nos ayudan a
entender que el sentimiento de soledad es algo muy personal y que, ante
circunstancias aparentemente similares, haya personas que se sienten bien
mientras que otras padecen una dolorosa soledad. Así, podemos ver que una
persona vive sola o acompañada pero, si no sabemos si lo hace por decisión
propia o no o cómo son las relaciones con quienes convive, no podremos valorar
su sentimiento de soledad.
Para cerrar este apartado, puede ser
útil recordar la definición de la soledad más extendida y utilizada por quienes
han estudiado esta experiencia humana:
es el sentimiento que se produce cuando una persona no está satisfecha con sus
relaciones sociales porque son menores en cantidad o peores en calidad de lo
que desearía (Peplau y Perlman, 1982). Es decir, nos sentiremos solos o solas
cuando las relaciones de las que disponemos no se adecuen, por número y/o
calidad, a las que deseamos o necesitamos.
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