lunes, 28 de octubre de 2013

La jubilación de las mujeres




Ismael Arnaiz Markaida
Socio de Hartu-emanak

Está muy asumido eso de que “las mujeres nunca se jubilan”. Se refiere, naturalmente, a jubilarse de la atención a la familia y de las tareas del hogar. No es mi intención polemizar sobre este tema, pero si tenemos en cuenta las normas y consignas que, en los años de la dictadura, se daban desde la sección Femenina de la Falange Española y de las JONS para la preparación de las mujeres al matrimonio, me permito asegurar que las mujeres sí se jubilan, y lo hace, precisamente, cuando se quedan viudas. Así es que, para las mujeres, viudedad y jubilación, va todo en el mismo paquete.
Para reforzar mi argumento, recuerdo a los lectores algunas de aquellas normas: “ten preparada una deliciosa comida para cuando él regrese del trabajo; Ofrécete a quitarle los zapatos; Preocúpate por su comodidad; Minimiza cualquier ruido; Salúdale con una cálida sonrisa; Nunca te quejes si llega tarde; Haz que se sienta a gusto, que repose en un sillón cómodo; No le pidas explicaciones; Recuerda que él es el amo de la casa; Al final de la tarde limpia la casa....” . Que conste que es copia literal y que hay mucho más.
Leído esto, no parece equivocado el afirmar que para aquellas mujeres que recibieron y practicaron estas normas, la verdadera jubilación les llegó, precisamente, cuando se quedaron viudas. O sea, que las mujeres sí se jubilan.
Hecha esta reflexión me he acordado de una anécdota que refuerza mi argumento. Os la cuento.
Estaba yo en un restaurante comiendo con un grupo de amigos, de edades en torno a los 70 años, y en una mesa próxima estaba un grupo de mujeres, de edad parecida, y aparentemente la mayoría de ellas viudas.
Uno de mis amigos tiene la costumbre de brindar al final de las comidas, y ese día también lo hizo. Se puso de pié, copa en mano, y con gran solemnidad dijo: “Brindo para que nuestras mujeres no se quedan viudas”.
Nada más terminado el brindis, se levantó una de las mujeres que estaba en la otra mesa y, también copa en mano, con decisión y fuerte voz, para que le oyera mi amigo, hizo el siguiente brindis: “Pues yo brindo para que mi difunto marido esté en el Cielo, ya que yo, ahora, estoy en la Gloria”.
Quedó claro que aquella mujer era una de esas a las que la jubilación les llega con la viudedad.
Pues eso, que se cumpla el brindis de la mujer, y del de mi amigo que sea lo que Dios quiera.

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