Abel Hernández
Escritor y periodista
Me parece que en estas cartas no te he hablado
todavía con algún detenimiento del trato que recibían los mayores en el pueblo
cuando yo era niño. Eran tiempos en que regía la familia patriarcal. La casa
era para toda la vida y pasaba de padres a hijos, de una generación a otra.
Allí se nacía, se vivía y se moría, al lado de los
animales domésticos y con el recuerdo visible de los antepasados.
Los abuelos convivían en la misma casa con los hijos
y con los nietos. El respeto a los mayores constituía una regla sagrada. Regía el
principio de autoridad, matizado por el afecto. Los abuelos ocupaban
físicamente un lugar destacado en el hogar en tomo al fuego, y se les escuchaba
con atención. Los hijos y los nietos los tratábamos siempre de usted. El tuteo
no se usaba. Tú eres de una generación en la que se ha impuesto el tú por tú y
se han roto por primera vez las reglas establecidas. No sé si esta ruptura tiene
que ver con la "revolución de las costumbres" de mayo del 68, que yo
viví en la Universidad de Madrid y aquel mismo verano, en París. Habiendo sido
testigo directo y activo del cambio, lo más que me atrevo a decirte es que esto
tiene ventajas e inconvenientes. En unas cosas hemos avanzado y en otras hemos
retrocedido. "¡No sé adonde vamos a llegar!", era una de las frases que
más oía yo de niño. Imagínate lo que dirían ahora mi abuelo Natalio y mi abuela
Bibiana si levantaran la cabeza.
Me parece que la pérdida de respeto a los mayores, la
atomización de la familia, la desconexión entre las distintas generaciones y el
exceso de individualismo son algunos de esos inconvenientes. Nunca debería romperse
el diálogo entre abuelos y nietos.
Este trato afectuoso alegra la vida de los mayores y
ayuda a formar la personalidad de los chicos. La ruptura abrupta del cordón de
la tradición conduce a perder las referencias esenciales e ir a la deriva.
En algo no hemos cambiado mucho, a pesar de todo.
Siguen siendo, por regla general, los hijos los que se ocupan de sus padres
cuando son mayores y no pueden valerse por sí mismos, bien llevándoselos a su
piso o bien trasladándolos a una residencia. Y son, con frecuencia, los abuelos
en buen uso, cada vez más abundantes, los que se encargan de los nietos
mientras los hijos trabajan. En mi pueblo, cuando enviudaban y no podían valerse
por sí mismos, solían ir por meses de una casa a otra de los hijos, a veces de
forma agradable y a veces no tanto. Ocurría con frecuencia que se congeniaba
mejor con unos hijos que con otros, con lo que esta peregrinación obligada
podía convertirse en un calvario. Por lo demás, la pensión era mísera y los
cuidados sanitarios apenas existían.
El que no cojeaba, renqueaba, caminando con su
cachaba por las calles sucias y mal empedradas, viendo ya, como dice Ortega,
"la espalda de las cosas", mientras vosotros, los jóvenes, veis la
cara de las mismas cosas. Por eso somos complementarios.
Es la única manera de tener una correcta visión de k
vida que pasa: de lo que se va y de lo que llega. Seguramente lleva razón Rousseau:
"La juventud es el momento de estudiar la sabiduría; la vejez, el de
practicarla".
¡Cuánta sabiduría se pierde cuando a los mayores se les somete al silencio
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